Prohibido olvidar…



"La poesía no es de quien la escribe
sino de quien la necesita..."
(Pablo Neruda)

Hace ya cuatro años que el mural que acoge los nombres de los desaparecidos y asesinados durante la guerra en El Salvador ofrece algún consuelo a sus familiares el dos de noviembre. En aquel primer año hubo un lindo acto de inauguración con música, rosas, velas encendidas...Ahí estaban Jon Cortina y María Julia Hernández, dos seres humanos luminosos y valientes que acompañaron a los más pobres en sus horas de dolor y que lamentablemente ya no están.

El dos de noviembre pasado hubo un sencillo acto a los pies del mural, que incluyó una misa, cantos, y algunas palabras de los presentes. Me sentí empujada a pasar al frente; empujada al menos por unos veinte nombres de personas que se cruzaron en mi vida compartiendo sueños, ideales, riesgos y una entrañable camaradería, de esa que ahora nos cuesta tanto construir...

Antes de finalizar la misa, me animé a leer algo que escribí en 2003 a raíz de la inauguración del monumento, y que ya había leído en la conmemoración del 2004, siendo Jon Cortina el sacerdote oficiante, por cierto la última misa que recuerdo con él.

Sentí que esas palabras eran siempre vigentes y quise ofrecerlas a quienes las pudieran necesitar. Así lo hice, guiada por un instinto que no me quise ni quiero cuestionar. Al finalizar la lectura, algunas mujeres y hombres se me fueron acercando, solidarios, cariñosos, como queriendo juntar su tristeza con la mía, para convertirla en un tierno recuerdo que reconforta. Una mujer sencilla -me dijo llamarse Santos- se acercó tímidamente, con su toalla al hombro, a contarme que venía desde el cantón Amatitán Abajo de San Vicente todos los años a recordar a su hijo Marcos, asesinado en la ofensiva de 1989 a sus quince años de buenas notas y futuro prometedor. "¿No me le puede hacer una poesía a mi hijo?" me dice con pena...y yo apunto su nombre y sus datos y me lleno de él en las palabras amorosas y sencillas de su madre y de su hermana, que anda chineando a un bebé de brazos y me dice con orgullo "le puse Marcos, como mi hermano."

Veo a una señora un poco angustiada por no encontrar el nombre de su hijo..."Se llama Jorge García Lazo" me dice en tiempo presente. Le ayudo con mis ojos y lo ubico en la parte alta de la pared de los desaparecidos de 1982. Entre varios le ayudamos a pegar una rosa con tirro, cerquita de las sílabas que obviamente la consuelan. Ya más serena, nos regala su historia. "Usted no sabe lo que yo he vivido. Todavía ahora cuando veo un bolito, un mendigo, un indigente, un loquito en la calle, yo me le acerco, no vaya a ser que sea mi hijo..." Sus palabras punzan en ese rincón de la memoria que evito visitar en mi día a día pero donde cada dos de noviembre me asomo y me doy permiso de llorar.

Allí están. Allí siguen y seguirán estando. Nuestros desaparecidos, nuestros muertos. Y a pesar de las masivas dosis de amnésicos que nos ha recetado la historia oficial desde los acuerdos de paz, este dos de noviembre me despedí de los míos tarareando a Rubén Blades..."prohibido olvidar, prohibido olvidar..."


4 de noviembre de 2007

12 de marzo de 1977: Abriendo los ojos, despertando la conciencia

"La verdad una vez despierta
no vuelve a dormirse..." (José Martí)


A Rutilio Grande lo mataron el año que cumplí los quince. Recuerdo la consternación de la mamá de mi mejor amiga durante un festejo familiar ese mes de marzo, celebrando los quince años de su hija, mi compañera de colegio, de partidos de básquet y de suspiros causados por la música del grupo Bread y los Bee Gees.

En ese momento yo no tenía ni idea de lo que significaría esa muerte en la historia de El Salvador, y particularmente en la historia de la Iglesia Católica y en el rumbo que tomaría su recién nombrado Arzobispo, para elevar su estatura humana y convertirlo en Sembrador no solo de este país sino del mundo entero.

El nombre del padre Grande quedó grabado en mi memoria y también las sílabas de El Paisnal y Aguilares, que todavía ahora evocan en mí una sensación de escalofrío y tristeza pensando en todas las historias que los cañaverales de la zona no se han atrevido a contar.

A partir de 1977 comenzaron a suceder cosas que resultaban durísimas de asimilar para una adolescente que tan solo se enteraba de ellas por medio de las crudas imágenes en los periódicos. Ni siquiera me atrevía a pensar cómo sería todo aquello para quienes lo estaban viviendo en carne propia.

Mis ojos y mi conciencia se fueron abriendo con espanto al irme dando cuenta-no necesariamente por medio de las noticias oficiales- de cantones lejanos asediados por tanquetas, de catequistas torturados e incluso decapitados, de campesinos sacados de sus ranchos o bajados a la fuerza de los buses para aparecer luego como despojo de los zopilotes…de tantos hombres y mujeres que con la biblia latinoamericana en la mano eran acusados de subversivos y comunistas, y por tanto condenados a muerte. Era tanto el horror que ya no me cabía en los sentidos.

En las noticias me enteré de sacerdotes acribillados dando misa, dirigiendo un retiro de jóvenes o abriendo la puerta de la casa parroquial, cuyas muertes se adjudicaba un grupo llamado “Unión Guerrera Blanca”, que marcaba a sus víctimas con una mano pintada de blanco. La UGB, una especie de Ku Klux Klan que se daría a conocer con nombres como escuadrón de la muerte, brigada Maximiliano Hernández Martínez, o simplemente Mano Blanca, más adelante se metería debajo de las faldas de un himno alegre y pegajoso para esconder sus crímenes y neutralizar el recuerdo de su nefasto origen en la masiva amnesia de los salvadoreños.

Mil novecientos setenta y siete marcó la historia de El Salvador. Ese año la voz luminosa de Monseñor Óscar Arnulfo Romero emergió de las sombras y se atrevió a dar consuelo y fortaleza, y también a mostrar camino. Su voz firme, valiente, serena, de palabras sencillas y contundentes, comenzó a dar voz a los silenciados, a sacudir las conciencias de los temerosos y los indiferentes, a cuestionar a los indecisos, a hacer temblar a los perpetradores del espanto.

Esa voz nos acompañaría incansable, coherente, consoladora, orientadora y profética durante los años de calvario que fueron 1977, 1978, 1979 y 1980, hasta el triste lunes de marzo cuando una bala cobarde se incrustó en su corazón en un inútil intento de silenciarla.

Treinta años después, esa voz sigue mostrando el camino, no sólo en El Salvador o en América Latina, sino en el mundo entero. La cripta donde se encuentra enterrado Monseñor Romero es obligado peregrinaje de caminantes esperanzados que se acercan humildes, encienden una vela o depositan una flor o un pensamiento sobre la silenciosa tumba que les ofrece consuelo y la dulce oportunidad de renovar su fe. La fe profunda de cuya mano se asieron Rutilio Grande y sus acompañantes -un niño y un anciano- a la hora de su muerte, y que tocó el corazón de Monseñor Romero un doce de marzo de mil novecientos setenta y siete. Esa fe sencilla y pura que hace posible que a pesar de la oscuridad y la desesperanza, sigamos soñando niñas y niños felices, y creyendo en lo imposible
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Esos nombres que no olvidamos...


“El olvido está lleno de memoria”
(Mario Benedetti)


La cita es en el Parque Cuscatlán la tarde del sábado. Sé que ellos están esperando que yo llegue y no puedo faltarles. Cuando diviso la multitud en peregrinación el corazón se me alegra en su urgencia de unirse a ella. Al llegar a las gradas, una mujer de ojos limpios me ofrece una rosa para llevarles. No sé los nombres que la han convocado a ella pero sé que están allí, con los míos, y eso nos basta para abrazarnos en una mirada húmeda.

El enorme mural invita con sus brazos extendidos. Empiezo a caminar por 1991 pero no quiero detenerme allí. Yo sé bien adonde quiero llegar y acelero el paso para llegar a mi cita con mil novecientos ochenta y uno y mil novecientos ochenta y dos.

No tengo ojos para nada más que para estos nombres que me reciben en un tumulto silencioso. Iride del Carmen Mazaro, Mauricio Aquino Chacón, María Elia Hernández, Ana Margarita Vásquez, José Fredy Meléndez…en una misma sección “Desaparecidas y desaparecidos, 1981”. Sigo buscando y el ojo se vuelve más agudo, Ana María Gómez, Marta Eugenia López, Teresa Romero, Patricia Cuéllar, Nelson Quezada…mi búsqueda se interrumpe momentáneamente cuando veo que una anciana asoma tímidamente con una jovencita, quizás su nieta, y las dos extienden sus manos para rozar amorosamente el nombre que a ellas las convoca. “Aquí está mi hijo”, dice la señora con alivio y al voltear a ver a la joven, me roza con el halo de su ternura.

No quiero moverme. Sigo buscando y sigo encontrando. Me doy cuenta que la pared que ofrece descanso a los nombres de 1981 y 1982 es un poquito más extensa que las otras…Desde mis 41 años también me doy cuenta que todos los nombres que busco son de jóvenes de 18, 20, 21, los más viejos de entonces tendrían 23 ó 25…

Ahí están sus nombres. Íride, con su inconfundible acento chileno y su pelo largo, feliz con su embarazo que no llegó a ser, desaparecida en una Guatemala cómplice del horror de entonces…y la Elia, con sus dientes de ratoncito y sus buenas notas, perdida en una noche de infierno en Quezaltepeque…y Fredy, con sus ojos zarcos, que nos dejó esperando en el mercado de Soyapango…y la Any -la Nacha - con su mirada dulce que nunca más volvió a acariciar al Pedro de su corazón…

Busco al Chele Bulla, al Diablo, a la Rana, a Neto…pero el mural no dice apodos ni seudónimos. No importa, yo sé que están allí.

Atrás de mí, la música acaricia al viento y las voces elevan al cielo un himno de amor: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón…Y uniré las puntas de un mismo lazo y me iré tranquila, me iré despacio…”

Deposito mi rosa junto a las miles de rosas que yacen al pie de estos 25, 000 nombres. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Tantas veces gritamos nuestro dolor en las calles preguntando ¿Dónde están? ¿Dónde?

Esta tarde en el Parque Cuscatlán, supe lo que he sabido todos estos años. Están en la memoria colectiva del amor. La que hizo posible este mural que hoy nos abraza, nos dignifica y nos redime.

Diciembre de 2003

27 de noviembre de 1980: Escuadrón de la Muerte secuestra y asesina a los líderes del FDR

Sucedió dos días antes de cumplir mis 18 años, así que todavía no había sacado la licencia. Sin embargo ya me atrevía a manejar – sin permiso de mis padres por supuesto- y ese día me atreví aún más, ya que no sólo había tomado prestado un pick up ajeno sino que la misión que tenía encomendada era llevar un megáfono y unos materiales de propaganda a la Catedral Metropolitana, donde un grupo del Bloque Popular Revolucionario se había tomado el templo para denunciar la represión que seguía arrasando con los jóvenes de la época.

Llegué al colegio Externado San José, donde funcionaba la oficina del Socorro Jurídico del Arzobispado, a buscar a un compañero, con el compromiso de llevarlo de vuelta al mismo lugar una vez hubiéramos finalizado nuestra tarea. Era muy sencillo, básicamente yo le haría de chofer, sorteando cualquier retén que pudiéramos encontrar, escudándome con mi cara de niña y una sonrisa.

Todo transcurrió sin sobresaltos, llegué a un costado de Catedral, el muchacho se bajó a dejar lo que llevaba y en pocos minutos ya estábamos de vuelta, justo a tiempo para que yo pudiera devolver el pick up prestado sin levantar sospechas a su dueño.

Al ingresar de nuevo a las instalaciones del colegio cerca de las once de la mañana, me extrañó no ver al portero –le decían el Chele- en su puesto de trabajo, una especie de caseta de control donde todo vehículo tenía que reportarse con él. Subí la pendiente y estacioné justo a la entrada del edificio, aquella mole de muros inmensos que asemejaba más un cuartel que un colegio de niños, tal cual era antes de que el terremoto de 1986 lo condenara a demolición.

Detuve la marcha sin apagar el motor, solo para dar tiempo a mi pasajero a que se bajara. En una fracción de segundo, la imagen de algunos cuerpos tendidos boca abajo en el suelo con las manos en la nuca me dejó helada. El ruido del motor encendido que se había acercado al lugar los hizo reaccionar y rápidamente se incorporaron para tirarse en la parte de atrás del pick up al tiempo que uno de ellos me decía con un grito silencioso “el escuadrón está aquí, ¡vámonos!”

Yo aceleré sin voltear a ver, sin preguntar, sin pensar, casi diría que hasta sin respirar…bajé la pendiente del Externado rumbo a la 25 Avenida Norte y busqué la zona baldía de Metrocentro (donde ahora se yergue ya no sé cuál de sus etapas) para poder detener un poco la marcha y averiguar quiénes eran mis nuevos pasajeros y qué era lo que estaba sucediendo.

“Acaba de entrar el escuadrón, se metieron buscando a los compas del FDR…” me dijo uno de ellos todavía pálido y tembloroso “llevanos a la parroquia de la Miramonte, ahí vamos a ver qué hacemos y quién puede ayudar, esto hay que denunciarlo rápido…”

Después de dejarlos en la parroquia, me fui al lugar donde debía devolver el vehículo, y luego a mi casa, para estar a tiempo a la hora de almuerzo y no preocupar a mis padres, que a esas alturas quizás ya presentían que yo andaba caminando por las orillas del peligro. Yo tenía un nudo en la garganta pero no me atrevía a soltarlo con ellos ni con nadie, lo que andaba haciendo no era para andarlo contando. Durante la comida familiar de ese día, la sopa me supo dolorosamente amarga.

El periódico vespertino, creo que era El Mundo, llegó a la casa anunciando en primera plana el secuestro y asesinato de los líderes del Frente Democrático Revolucionario: Juan Chacón, Enrique Alvarez Córdova, Manuel Franco, Humberto Mendoza y Enrique Barrera, cuyos cuerpos torturados aparecieron en Apulo a orillas del lago de Ilopango. Leí la noticia, absorbí la gravedad de lo que había pasado esa mañana, y volví a tragarme el nudo junto con un grito ahogado de rabia, de dolor, de impotencia.

Dos días después, cumplí los dieciocho, que entonces todavía no era mayoría de edad –había que esperar los veintiuno- y a pesar del cielo despejado de noviembre, yo sentía que una nube oscura se avecinaba anunciando tormenta. En ese momento tuve la certeza de que la lucha que se estaba gestando en las entrañas de mi pueblo, me estaba mirando a los ojos, llamándome por mi nombre, casi gritándome que la abrazara fuerte y que no la soltara. Y yo, todavía con el nudo, que a esas alturas ya se me había instalado en el pecho, no tuve valor para decirle que no.