El Niño de Boaco

“Ay Nicaragua, nicaragüita
la flor más linda de mi querer…”
(Luis Enrique Mejía Godoy)

El niño de Boaco: de cómo un chavalo me enseñó la vocación por los ideales y el amor por la poesía

Se llamaba José Ángel y era nicaragüense. Lo recuerdo en su mecedora contando cuentos interminables pero igualmente fascinantes. Sabía recitar a Rubén Darío y contar historias con fechas exactas, nombres y apellidos, a pesar de que según contaba, no había terminado la escuela porque un ministro de instrucción pública en Nicaragua cometió la barbaridad de decretar que los niños no necesitaban más que el sexto grado.

Una de sus escuelas, casi diría que universidad y postgrado, fue radio Habana, de la cual fue fiel oyente desde que la radio de onda corta le permitió transgredir las prohibiciones de los Estados Unidos y sus aliados, de voltearle la cara a la pequeña isla que se había atrevido a hacerse socialista. Por suerte para mí, él me aclaró que no era cierto que en Cuba se comían a los niños o que se los llevaban para Rusia.

Nació en Boaco, Nicaragua, igual que sus dos hermanas, una de ellas mi abuela materna. Hasta hace poco me he enterado que Boaco tiene fama de ser cuna de poetas. A pesar de que vivió más de cincuenta años en El Salvador, mi Tío nunca dejó su ciudadanía nicaragüense, y “el glorioso pendón bicolor” de su bandera, fue el rosario entre sus manos el día de su entierro, el 31 de diciembre de 1991.

El se vino de Nicaragua a San Salvador en los años treinta. Eran tiempos difíciles para ambos países, Nicaragua vivía la invasión de los marines norteamericanos y la lucha por recuperar su soberanía y El Salvador tenía una herida abierta en 1932, que todavía setenta y cinco años después, duele en la memoria y en la piel oscura del indígena que el país niega.

Su indignación y su rechazo a la arrogancia norteamericana no los había sacado de ningún discurso político y mucho menos de libros marxistas leninistas. (Estoy segura que nunca leyó “El imperialismo, fase superior del capitalismo” de Lenin.) Simplemente, cuando él era un chavalo, fue testigo de la prepotencia con que dos marines hostigaban a un niño de su pueblo hasta hacerlo llorar. A él no se le ocurrió otra cosa que lanzarles piedras para que soltaran al niño, y salir corriendo, porque los gringos eran mucho más grandotes y no fuera a ser. Cuando contaba esa historia, se le encendía la sangre y yo me lo imaginaba un pequeño héroe levantando polvo en las calles de tierra de Boaco.

A mí me gustaba escuchar sus historias, aunque las repitiera una y otra vez, como para corroborar que todo lo vivido realmente había sucedido y tenido importancia. Por ejemplo contaba que un hombre con sombrero y montado a caballo había pasado por su pueblo con unos cuantos más, quizás unos treinta con él, a quienes acusaban de bandoleros por exigir la soberanía de Nicaragua. El jinete del sombrero era de poca estatura física pero se creció gigante en la historia, como si haber sido bautizado con nombre de emperadores- Augusto César- hubiese sido un augurio de grandeza. A su paso por Boaco, el chavalito alcanzó a estrechar su mano y ese relámpago en su memoria le hacía brillar la mirada con orgullo, cincuenta años después.

La historia cuenta que este hombre valiente que defendió la soberanía de su patria, fue traicionado por un general-Anastasio Somoza el viejo-, pero este general pagaría su traición años más tarde a manos de otro valiente, un poeta de nombre Rigoberto López Pérez, quien tuvo la osadía de iniciar el principio del fin de la tiranía en septiembre de 1956. Mi Tío y otros nicaragüenses residentes en El Salvador, le dieron refugio a la mamá de López Pérez, que tuvo que huir de Nicaragua por el pecado de criar a un héroe. Estos compatriotas solidarios también se atrevieron a hacerle el novenario al hijo, con todo y sus estampitas de recuerdo.

Había otra historia igualmente fascinante en su repertorio...


Esta sucedió en El Salvador y era sobre una enfermera vecina suya en el barrio San Miguelito, que resultó siendo madre soltera y por tanto, mientras algunas personas criticaban semejante descaro, hubo otros –él entre esos- que se solidarizaron con ella y fueron a chinearle al bebé, un bebé chelito según decía.

El niño creció y estudió en el colegio Externado San José. Como mi Tío tenía una librería en el centro de San Salvador, el niño compraba ahí sus útiles escolares y hasta le mandaron a hacer las estampitas de su primera comunión. Ya en su juventud, el muchacho decidió llegar a la revolución por medio de la poesía, o quizás haya sido al revés; pero a esas alturas ya era un peligro ser amigo de él y se le perdió de vista. Años después sabría que el joven poeta anduvo peregrinando por todos los países que el pasaporte salvadoreño prohibía visitar: Cuba, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana y otras geografías consideradas amenazantes para el mundo occidental y cristiano, o mejor dicho, para los Estados Unidos.

En mayo de 1980 al Tío le catearon la casa una madrugada que amaneció con el sonido de botas de la temida guardia nacional. Lo acusaron de subversivo y comunista por tener libros sobre Sandino y todas las obras de Roque Dalton. (Y eso que pasaron por alto la colección de cassettes con los programas de radio Habana celosamente guardados por años). El se defendió explicando que Sandino no era comunista y que Roque, aparte de ser un niño de su barrio que él vio crecer, también era el único escritor salvadoreño traducido a tantísimos idiomas, incluyendo el ruso, y que era una vergüenza nacional no leerlo. Los guardias que lo llegaron a sacar a las cinco de la mañana de su casa en la colonia La Rábida no estaban de ánimos para semejante cátedra, así que lo subieron a la cama del camión y se lo llevaron, primero a las bartolinas de la Guardia y luego lo deportaron por ser nicaragüense, con sus 70 años, sus ideales intactos, y la dignidad y sus guayaberas en el equipaje.

También se llevó con él el recuerdo del niño chelito que había chineado, el hijo de la Niña María García que le creció al Pulgarcito con sus historias prohibidas, con indiscutible estatura de poeta y de hombre, para perpetuarse en la memoria literaria y en la memoria histórica. Y para suerte mía, en la memoria familiar.