Eric, el mejor fagotista de la orquesta sinfónica

"Créeme
si no me ves
si no te digo nada
si un día me pierdo
y no regreso nunca
Créeme
que quiero ser ...
bala feroz al centro del combate..."
(Vicente Feliú)

Era guapo, imposible no fijarse en él. Lástima que no era cita a ciegas, sino un ‘conecte’ que me llevaría a una reunión de esas donde yo no me llamaba por mi nombre. No recuerdo si la seña para identificarnos era una cajetilla de Delta azul o unas mentas Gallito en la mano izquierda, a estas alturas me parece que todo eso pasó en una película y que me quedé dormida y perdí algunos detalles. El detalle que sí recuerdo era que tenía un dedo cortado, ‘cuto’, creo que era el meñique, y en mi mente indisciplinadamente creativa surgió la imagen de alguna tortura sobrevivida estoicamente. Más adelante él me aclararía que cuando estaba chiquito tuvo un accidente en un columpio…

Nunca supe su verdadero nombre, hasta que el periódico de un día de abril de 1982 me lo presentó para anunciarme su muerte en un enfrentamiento cerca del cementerio general. Ahí estaba la noticia, un fagotista de la orquesta sinfónica había muerto acribillado a balazos cuando la policía nacional descubrió una “célula terrorista” en una casa cerca de la avenida 29 de agosto.

Yo no podía creerlo, acababa de estar con él un par de días antes, caminando por las calles del centro de San Salvador, cuidadosamente turnándonos para voltear a ver si alguien nos estaba siguiendo. Hablamos de proyectos concretos- y arriesgados- donde el resultado final sería la abolición de la injusticia, del hambre mal repartida siempre a los más pobres, de la posibilidad de ejercer la juventud, es decir diciendo lo que piensan y lo que sienten sin miedo. Hablamos de la siguiente vez que nos tocaría vernos, el lugar, la hora exacta, ni un minuto antes ni uno después porque la impuntualidad podía costarnos la libertad o la vida. No podíamos permitirnos errores en esos encuentros.

Mi error fue no estar preparada para ver su foto –y su verdadero nombre- en el periódico. Un hilo importante de mi vida en ese momento se rompía irremediablemente y yo no podía hacer nada, ni siquiera llorarlo junto a sus seres queridos, porque no tenía ni idea -ni aún ahora la tengo- de quiénes eran sus seres queridos. Recuerdo haber leído algo que alguien, que seguramente lo apreciaba, escribió; alguien que lo describió como “el mejor fagotista de la orquesta sinfónica”.

Entonces comprendí el por qué del nombre con el que yo lo conocía, Eric. Alguna noche mientras hacíamos guardia para cuidar el sueño de otros, yo le pregunté por qué había seleccionado llamarse Eric. Nuevamente mi imaginación se había soltado y yo pensaba en algún héroe caído o al menos preso. “Es que a mí me encanta la música” -me dijo- “y cuando me pidieron seleccionar un seudónimo, yo estaba escuchando un disco de Eric Clapton…”

La Ana

“Que maneras más curiosas de recordar tiene uno
Hoy recuerdo mariposas que ayer solo fueron humo
Mariposas, mariposas que emergieron de lo oscuro
Bailarinas silenciosas…
Así eras tú en aquellas tardes divertidas
Así eras tú de furibunda compañera
Eras como esos días en que eres la vida
Y todo lo que tocas se hace primavera
Ay mariposa eres el alma de los guerreros que aman y cantan
Eres el nuevo ser que se asoma por mi garganta…”

(Silvio Rodríguez)


Mi amiga roble, mi amiga mariposa. Hoy se asoma en mi vida apareciéndose en cartas fechadas en San José, Costa Rica, en 1981 y 1982. La última llegó a mis manos en 1993 cuando yo vivía en Canadá, meses antes de su muerte tan temprana, que tramposamente le metió zancadilla.
……

Era apenas un año mayor que yo, cuando nos conocimos yo tenía diecisiete y ella dieciocho; pero ya nos daba charlas sobre la coyuntura nacional a un grupo de estudiantes de colegio católico. Jamás había oído yo la palabra coyuntura y ella la explicó moviendo sus codos y sus muñecas y usando el ejemplo de las articulaciones para que entendiéramos la necesidad de movimiento y de que todo estaba conectado. En aquel momento la coyuntura exigía que nos organizáramos.

Tenía el don de comunicar ideas complejas y teorías un tanto densas, de manera comprensible, digerible, y hasta divertida, porque en sentido del humor también estaba bien dotada. Mis pininos- palabrita que a ella le encantaba usar- con la dialéctica, la estrategia y la táctica los hice agarrada de su mano. Nos reuníamos por las tardes a estudiar folletos en su casa de la calle Gabriela Mistral, que fue ametrallada un par de veces por la Unión Guerrera Blanca-la UGB-, el grupo sombrío que dejaba pintada una mano blanca en las puertas o las paredes de las casas de quienes consideraba “enemigos de la patria”, y que después llegó a ser conocida como escuadrón de la muerte.

En esos años mi amiga andaba enamorada de alguien que como ella tenía el don del humor y la amistad pegadito a los poros. Eran tan jovencitos y tan risueños que resulta difícil pensar que estaban comprometidos hasta la médula en asuntos tan serios y tan adultos. Pero lo estaban. Y su compromiso lo asumieron con la disciplina y la responsabilidad que demandaba el código de moral y contextura revolucionaria al que se habían adherido.

Se casaron un 22 de marzo de 1980, y más que por una urgencia romántica o erótica, estoy segura que les resultaba un trámite práctico para esfumarse de la vida pública sin levantar sospechas. Ahí estuvimos con mi hermana y con tantos otros amigos brindando a su salud y llenándonos de abrazos como si supiéramos que faltaba poco para alejarnos –por largos años o para siempre- de su calorcito reconfortante.

Ese 22 de marzo al salir de la capilla donde se celebró la boda, mi hermana y yo divisamos a Monseñor Romero, caminando por el jardín de rosas. Estaba vestido de blanco, una imagen inolvidablemente luminosa en medio de los rosales. Nos acercamos a saludarlo, a darle la mano, a sentirlo de cerca. “¿Cómo está?” le preguntamos, y él nos dijo, simplemente, “Preocupado”. Esa palabra fue contundente, como solían ser sus palabras en sus homilías extensas y detalladas sobre la situación nacional, sobre la coyuntura…

Esa noche mi hermana y yo tuvimos la bendición de escuchar de su boca una sola palabra…”preocupado”, que decía tan poco y decía mucho. Nunca nos imaginamos que dos días después, en esa misma capilla, una sola bala confirmaría su premonición -expresada en esa sola palabra- doloroso y sagrado recuerdo de dos hermanas adolescentes que después abrazarían la opción preferencial por los pobres aprendida con él y desde él.

Esa opción nos invitaría a muchos a dejar de ser prójimos desde la caridad que tan cómodamente nos había enseñado la Iglesia con mayúscula. Monseñor Romero y los mártires de la iglesia con minúscula que le antecedieron, nos mostraron que ser prójimo es darse con amor y no dar con lástima. La Ana, coherente, firme, cálidamente humana, vivió así, profundamente prójima de sus prójimos. Y murió así, un día de octubre de 1993, en un hospital de la ciudad desde donde me escribió cartas llenas de amor y de esperanza en 1981 y 1982.

Esas cartas ahora me piden que recuerde nuestra última conversación debajo de un limonero, pocos días después de firmados los Acuerdos de Paz: “Nosotras nos tiramos verdes del palo, por eso andamos algo ‘mayugadas’…” me dijo un tanto seria, reflexionando sobre nuestra historia común. “Ahora lo que deseo con el alma es defender el derecho a la felicidad de mis hijos
…”

Itxaso, la niña del mar


“Volver a los diecisiete
después de vivir un siglo
es como descifrar signos
sin ser sabio competente
Volver a ser de repente
tan frágil como un segundo
Volver a sentir profundo
como un niño frente a Dios

Eso es lo que siento yo
en este instante fecundo…”

(Violeta Parra)


Todo sucedió a raíz de dos masacres: La del 8 de mayo en Catedral y la del 22 de mayo frente a la embajada de Venezuela en la colonia Escalón. Era 1979, el año que cumplí los diecisiete.

Ella era una niña de octavo grado y yo ya era una joven de bachillerato, por lo tanto íbamos a clases en diferente horario, ella en la mañana, yo en la tarde. La orientadora del colegio nos sirvió de enlace, según recuerdo me dijo que había una niña española que quería conocerme, que se había dado cuenta que yo era la alumna que me había quedado encerrada en Catedral el día de la masacre, un caso que causó revuelo en el colegio -y supongo que susto además- y me costó más de algún distanciamiento irremediable con varias compañeras. Ella sin embargo, quería acercarse a mí.

La recuerdo con su uniforme blanco, que le quedaba horroroso, y su pinta de española que era imposible disimular: alta, flaca, blanca, rubia, con un seseo que le silbaba entre los dientes cuando decía “corazón”. Lo primero que hizo fue aclararme que no era española sino vasca, distinción que jamás se me hubiera ocurrido de no conocerla a ella y a toda su familia. Era la primera vasca que yo conocía y se encargó de ponerme al tanto de la historia reciente de su pueblo y la persecución que habían vivido con el franquismo. De ahí, que la familia tenía vocación de rebelde, católicamente rebelde, eso sí.

Me dijo que quería conocerme porque ella había sido testigo de lo que sucedió en la embajada de Venezuela, apenas a media cuadra de su casa, y lo que vio y escuchó ese día tirada en el suelo por si los balazos -pero asomándose con osadía a espiar por la ventana para ver qué pasaba- la marcó para siempre. Yo sabía muy bien de lo que me estaba hablando, yo también había podido ver y escuchar a la muerte cara a cara, sin intermediarios, y esas imágenes no se borran de la memoria ni del alma. Esa conexión primera en nuestros años de adolescencia nos uniría para siempre, como lo pudimos comprobar 23 años después de nuestro último abrazo.

Conocerla a ella fue enamorarme de la familia completa: papá, mamá, dos hermanos y una hermanita, una linda niña rubia que le hacía poemas a los pájaros y que años después la volví a ver convertida en educadora, madre, y líder del comité Oscar Romero de su pueblo. El hermano mayor, Karlos, era un año mayor que yo, y ése no era católicamente rebelde, sino más bien anarquista. Qué sabía yo de un tal Bakunin que él se encargó de presentarme en libros; eso me sonaba a un diurético para perder peso que se anunciaba en la revista Vanidades. El vasquito se encargó de alfabetizarme sobre la situación española, específicamente lo que tenía que ver con Euskadi, que es el nombre vasco de su tierra. También recuerdo que me regalaron una alpargata chiquita con una bandera rojiverde que yo colgué en el espejo del carro porque combinaba bien. A Karlos lo volví a encontrar para la firma de los Acuerdos de Paz en enero de 1992, convertido en todo un periodista y camarógrafo de la televisión española. Hoy anda compartiendo y repartiendo solidaridad y ternura en Mozambique, según me he enterado.

Aparte de compartir historias de nuestros pueblos y el amor por la poesía y las canciones de protesta, ellos me hicieron el regalo de presentarme a su único amigo salvadoreño de entonces, bastante mayor que yo, digamos que en esos tiempos tendría unos 23 años, o sea, todo un viejo. Quién me hubiera dicho que años después ese muchacho aficionado a los porritos de marihuana se convertiría en un guerrillero (y dicen que después, en cineasta) que hacía reír a todos con sus teatrillos y sus ocurrencias, muy oportunas después de sobrevivir una guinda en las montañas de Chalatenango. Sé que está vivo y que sigue haciendo reír y pensar a la gente en otros países, creo que en Europa.

A la españolita -perdón, vasquita-, a una compañera nicaragüense y a mí se nos ocurrió meternos a un concurso de poesía. En aquel tiempo los aficionados a la poesía se aprendían el “brindis del bohemio” o “reír llorando”, pero nosotras nos decidimos por la “Patria Exacta” de Oswaldo Escobar Velado, un poema de denuncia social escrito en la década de los cuarenta pero que era vigente en ese tiempo y lastimosamente, también en este siglo veintiuno que estrenamos.

Ganamos el concurso y donamos el premio –setenta y cinco colones- a la Unión de Pobladores de Tugurios. Como quedamos tan motivadas con la manera que habíamos encontrado de concienciar a otros sobre la situación del país, recitamos el poemita unas cuantas veces más, pero fuera del colegio, hasta que un día cometimos la imprudencia de ir a dar un saludo fraterno y revolucionario a la Escuela Nacional de Comercio en San Jacinto. Esa fue nuestra última presentación, ya que la directora nos mandó a llamar a su oficina y prácticamente nos prohibió que siguiéramos recitando en público con tanta fogosidad adolescente que nos hacía sentir inmortales, porque no lo éramos.

Sucedió entonces que la represión de 1979 y 1980 nos pasó la factura. La linda familia vasca tuvo que dejar su casa en la colonia Escalón para irse a Guayaquil, donde el padre había conseguido un trabajo; y además con el asesinato de Monseñor Romero y los escuadrones de la muerte sueltos como jauría, el temor también los empujó a partir. Nos dimos un entrañable abrazo de despedida, cargado de profunda tristeza e incertidumbre, en mayo de 1980.

La niña vasca y yo intentamos mantenernos conectadas, pero la guerra fue implacable en todos los sentidos posibles, y las cartas terminaron por desaparecer. A los años yo tuve que dejar el paisito y el calendario se encargó de marcar primero los meses y después, los años de ausencia, hasta juntar exactamente veintitrés.

Volví a encontrarme con ella, mi hermanita, mi ñaña, mi amiga de mis diecisiete años, unos meses antes de llegar yo a los que alguna vez fueron los lejanos cuarenta. El azar, la conjunción de estrellas, o quizás las velitas que ella dice haber prendido después de poner una carta al correo -como botella al mar- en enero de 2002, conjuraron nuestro encuentro en Madrid.


La niña poeta se graduó de médica en Guayaquil, tuvo dos hijos ecuatorianos y ahora trabaja en un hospital en Zaragoza. Ella me recibió en el aeropuerto de Barajas, con el poema de su abrazo y su amor intacto, y me regaló un cuaderno con esta dedicatoria:

Voy a tu encuentro
y el aroma de las pupusas calientes
me invade los sentidos

Corro a tu encuentro
y millones de mariposas
me revolotean en el estómago

Salgo a tu encuentro
y los rostros de tantos hermanos
me estallan en la retina

Madrid hoy me sabe
mágicamente a historia de amor,
a abrazo, a fiesta,
a alegría, a manos siempre juntas,
a sueños rebeldes,
y a cuadernos de escuela

Madrid de repente
me huele a mar del Pacífico
a sangre en la memoria
a milpa campesina
a vida de mujeres
a adolescencia cómplice

Corro a tu encuentro
porque nunca has estado ausente
porque nunca has estado lejos
porque siempre te he llevado
como una estrella encendida
porque tenemos la razón
porque tenemos la ternura

Madrid, mayo del 2002

Yo a cambio, le regalé estos poemas que garabateé en mi cuaderno nuevo durante el vuelo de regreso a mi casa:

Tarde en Madrid
(A Itxaso)

Los árboles de El Retiro
fueron testigos
Le dimos la vuelta
a dos décadas
a una guerra
a cuatro patrias
a dos continentes

Lindo bumerang el amor
la amistad
la ternura entre los pueblos

Tenías razón
la tarde en Madrid
sabe a fiesta
a victoria
la nuestra

Todo tiene su hora

La vida
reclama su espacio

se abre paso
a empujones
dando codazos

se baja del avión
en el aeropuerto de Barajas
hace escala
en la estación de Zaragoza

el día y hora indicados

agita los brazos
nos llama a gritos
quiere que sepamos que está ahí
de pie

esperándonos

Hermanita

Niña del mar
niña de los volcanes
niña curandera
que se sabe los remedios
para males del cuerpo
y del alma

Niña mía y de todos
niña que viene a mí
para llevarme de la mano
de vuelta a mi casa

Encuentro

los recuerdos me acarician
sin pudor alguno

me besan la risa
se beben mi llanto
lamen sin reparo
mis heridas

hunden sus dedos
en los huequitos de la memoria
como flechas certeras apuntan
al centro del alma
y la sacuden

pájaros en desbandada
todos mis sentidos
alzan vuelo
juguetones

Hagamos alegre la tristeza

Dolor
te miro a los ojos
te beso en la boca
dejo que me recorras entera

Y ahora que te tengo
rendido en mis brazos
nada me impedirá
hacerte cosquillas