El lunar acusador de Víctor (1981)

Víctor era sindicalista de la fábrica Eureka. Lo despidieron por haber participado en una huelga que demandaba mejores salarios y otras prestaciones de ley, en 1980, si la memoria no me traiciona. Cuando lo conocí yo estaba recién graduada de bachillerato y él debe haber tenido no más de 23 años. Nos tocó trabajar juntos organizando y haciendo conciencia sobre la situación política que se estaba viviendo en el país, en barrios y colonias de las zonas de Soyapango y de Ilopango. La mayoría de personas a quienes nos acercamos participaban en sus comunidades eclesiales de base o en comités de mejoramiento comunal. Nosotros básicamente les llevábamos información y noticias, de las que no salían en ningún periódico. Nos juntábamos a platicar con la gente de lo que estaba pasando, lo analizábamos, y decidíamos qué hacer al interior de la comunidad para denunciar la represión, y para organizar redes de colaboradores y de apoyo para el movimiento revolucionario que se estaba gestando. En ese tiempo se sentía latente la amenaza de una invasión militar norteamericana, ya que Ronald Reagan recién había tomado el poder en los Estados Unidos y había dejado muy clara su posición guerrerista hacia Centroamérica. Era momento de mantenernos alertas y organizados.

En medio de aquella incertidumbre y de la amenaza que flotaba en el ambiente, para mí fue reconfortante trabajar con Víctor, de quien puedo decir con certeza que no solo fue mi compañero de lucha sino además un verdadero amigo. Recuerdo su trato amable, respetuoso, solidario. Estaba pendiente de que yo ya hubiera comido, de que no me faltara lo del bus, de que tuviera confianza de decirle si necesitaba algo, porque para eso eran los compañeros, para apoyarse, para velar los unos por los otros. Jamás me hizo comentario alguno sobre mi origen “pequeño burgués” que otros compañeros me sacaban en cara como si fuera un defecto de nacimiento. Yo sentía que Víctor me aceptaba y me apreciaba tal cual era yo, con mi historia y mis circunstancias de entonces, y su trato siempre fue profundamente fraterno.

Cuando leía folletos sobre las características del “hombre nuevo” anunciado por el socialismo, pensaba en Víctor, en su integridad humana, en su valentía, en su nobleza de corazón. Y pensaba que valía la pena construir una sociedad que forjara esas características en hombres y mujeres; de alguna forma eso podría conducirnos al reino de Dios en la tierra que yo creía posible y por cuya utopía me había aventurado a participar en la lucha que se estaba dando en mi país.

Con él me tocó vivir el 10 de enero de 1981, sorprendidos por las balas en Soyapango, cerquita de la línea del tren que cruza el cerro San Jacinto. Fue un día sábado cayendo la tarde, cuando comenzamos a ver el movimiento en las calles, la presencia de guerrilleros y milicianos sin uniforme era evidente, así como era evidente que estaba a punto de estallar una operación militar que desconocíamos pero que nos envolvió como a cualquier civil que se encontraba en la calle en ese momento preciso.

En un intento de sortear las ráfagas, nos dirigimos hacia las champas a la orilla de los rieles del tren y buscamos refugio momentáneo entre paredes de lámina y cartón, junto con sus asustados habitantes. La cercanía del peligro nos hizo buscar un lugar más seguro y confiando en nuestro instinto, salimos rápidamente y logramos llegar lo más lejos posible del sonido ensordecedor de los balazos, que se esparcía hacia la zona céntrica de Soyapango.

Al caer la noche no tuve más remedio que buscar un teléfono público y avisar a mis padres que estaba a salvo y que luego les explicaría mi súbita ausencia. Esa noche nos mantuvimos en vigilia en casa del hermano de Víctor, refugiados en la colonia Montecarmelo. Al día siguiente, la presencia siniestra de tanquetas en el Boulevard del Ejército y las calles de Soyapango, anunciaban el principio de un tiempo terrible. Ese mismo día se declaró toque de queda a nivel nacional y la guerra se convirtió en algo real, concreto, dolorosamente cotidiano en los años que siguieron a ese 10 de enero de 1981.

Víctor no alcanzó a ser testigo de todos esos años que siguieron. En mil novecientos ochenta y uno el Estado puso en práctica una de las más sucias maniobras de su táctica contrainsurgente: capturas, desapariciones y asesinatos selectivos y sistemáticos. La proliferación de grupos de hombres armados vestidos de civil que se conducían en vehículos polarizados fue una señal evidente de la guerra en las zonas urbanas. Mientras en las zonas rurales se realizaban operativos militares, en San Salvador y en otras ciudades se vivió el ataque de los operativos paramilitares, cuyo anonimato e impunidad llenó cárceles de presos políticos, y cementerios y barrancos de cadáveres de civiles indefensos que fueron sacados de sus casas con la complicidad que el toque de queda y el estado de sitio permitían.

Víctor tenía un lunar en la frente. Un lunar oscuro en la piel blanca de su frente, que él disimulaba con un flequillo de su pelo liso.

Un domingo quedamos de juntarnos después de misa en la parroquia de la Colonia Florencia, donde tantas veces nos habíamos reunido a compartir y departir con la gente de la comunidad. Antes de la entrada a la colonia, divisé a unas jóvenes que me hicieron señas para detenerme. Me estaban esperando para avisarme que no llegara hasta la iglesia, que era mejor que me fuera de la zona, que hacía una media hora había pasado algo terrible: “Unos hombres armados con fusiles entraron durante la misa, fueron directo donde estaba Víctor y le apartaron el pelo de la frente…ahí nomás le dispararon frente a toda la gente…”

El miedo, no solo el mío sino también el de los otros, no me permitieron ir a su velorio, amorosamente organizado por los vecinos de la colonia que hicieron una colecta para costear todos los gastos de su funeral. Tampoco fui a su entierro ni pude llorarlo, mucho menos dedicarle mis oraciones durante nueve días. La guerra se había desatado vertiginosa, acelerada, implacable, traicionera. No había tiempo para detenerse a llorar ya que la urgencia era sobrevivir y continuar.

Hoy me detengo. Hago una pausa y recuerdo. Recuerdo a Víctor, obrero del amor, hermano, compañero y amigo, digno símbolo de la esperanza de los pobres.