Mi nombre es Patricia Elena Morales Tijerino. Soy salvadoreña porque me tocó nacer aquí, en este pedacito de mapa que se cree país porque tiene nombre de dios.
Dicen que me pusieron Patricia por culpa de un famoso bolero de Pérez Prado. Quién sabe qué poder tendría el saxofón para conjurar mi venida al mundo, porque también dicen que fui accidente -no estaba supuesta a nacer- y para más datos, ya que a esas alturas mi mamá tenía un niño y dos niñas, más una niña de mi papá, pues la esperanza era que yo viniera a equilibrar ese desequilibrio genérico. A eso de las seis y media de la tarde, resultó que después de la cesárea que me sirvió de umbral de bienvenida, se supo que mi hermano mayor no tendría con quien subirse a los árboles o jugar trompo, porque les resulté niña (para ser franca, la historia cuenta que fui “hembra”). Una “hembrita” de 9 libras y 8 onzas, según consta en la constancia del hospital La Merced.
El nombre Elena me vino de herencia de mi abuela, doña Elena McIntire vda. de Morales, una mujer dulce y generosa, devota de la virgen del Perpetuo Socorro, que hacía milagros cuando tomaba el hilo y la aguja entre sus manitas blancas, y quien nos enseñó que todas las personas son dignas de respeto, sin importar quienes sean ni de donde vengan. Mi abuela nació en Culiacán, Sinaloa, en el norte de México, en 1886, hija de una mexicana, doña Conchita Ramos, y de un irlandés que se cruzó el Atlántico para trabajar en las minas, don Bartolo McIntire. En realidad su nombre no era Bartolo, esa es la versión en español de algún nombre difícil de pronunciar que todavía no tengo claro si era Barcley o Bartholomew. En todo caso, crecí sabiendo que el señor de ojos casi transparentes -seguramente azules pero difícil de comprobar en una fotografía color sepia- que me miraba serio detrás de unos enormes bigotes desde un marco de retrato ovalado, era el famoso bisabuelo Bartolo.
El apellido Morales me lo heredó mi abuelo paterno por medio de mi papá, comodiosmanda. Dicen que el abuelo tenía cinco nombres, quizás porque no lograron ponerse de acuerdo sus papás -un nicaragüense de Rivas y una hondureña-, sus abuelos y seguro hasta sus padrinos, y para evitar roces y malos entendidos, el niño fue bautizado como Pedro Marcelino Salvador Erasmo Félix Morales Rajo. Todavía no sé de donde salió el Rajo, el apellido de su madre, de quien sé muy poco o casi nada, excepto que se llamaba Juana, y que se bajó de una carreta para parir en Zaragoza porque no alcanzó a llegar del puerto de La Libertad hasta San Salvador.
El apellido Tijerino me lo heredó mi mamá, hija de inmigrantes venidos de Nicaragua, Margarita Gómez y Alejandro Tijerino, y para mi buena suerte es un apellido tan poco común en El Salvador, que siempre me invita a contar mi herencia nicaragüense, a la cual le dedicaré un capítulo propio más adelante. La verdad es que siendo Morales un apellido que llena como tres páginas en el directorio telefónico, preferiría que me conocieran con el apellido Tijerino.
Así es como estas historias que ahora comparto he decidido que las cuente Elena Tijerino, para celebrar a las mujeres de mi familia, que han hecho historia desde sus historias contadas mientras bordaban, limpiaban frijoles, lavaban la ropa, los platos, o preparaban el desayuno.
Elena Tijerino, para que se sepa que soy la hija de Iris Tijerino y la nieta de Margarita Gómez y Elena McIntire, dos valientes mujeres inmigrantes.
Dicen que me pusieron Patricia por culpa de un famoso bolero de Pérez Prado. Quién sabe qué poder tendría el saxofón para conjurar mi venida al mundo, porque también dicen que fui accidente -no estaba supuesta a nacer- y para más datos, ya que a esas alturas mi mamá tenía un niño y dos niñas, más una niña de mi papá, pues la esperanza era que yo viniera a equilibrar ese desequilibrio genérico. A eso de las seis y media de la tarde, resultó que después de la cesárea que me sirvió de umbral de bienvenida, se supo que mi hermano mayor no tendría con quien subirse a los árboles o jugar trompo, porque les resulté niña (para ser franca, la historia cuenta que fui “hembra”). Una “hembrita” de 9 libras y 8 onzas, según consta en la constancia del hospital La Merced.
El nombre Elena me vino de herencia de mi abuela, doña Elena McIntire vda. de Morales, una mujer dulce y generosa, devota de la virgen del Perpetuo Socorro, que hacía milagros cuando tomaba el hilo y la aguja entre sus manitas blancas, y quien nos enseñó que todas las personas son dignas de respeto, sin importar quienes sean ni de donde vengan. Mi abuela nació en Culiacán, Sinaloa, en el norte de México, en 1886, hija de una mexicana, doña Conchita Ramos, y de un irlandés que se cruzó el Atlántico para trabajar en las minas, don Bartolo McIntire. En realidad su nombre no era Bartolo, esa es la versión en español de algún nombre difícil de pronunciar que todavía no tengo claro si era Barcley o Bartholomew. En todo caso, crecí sabiendo que el señor de ojos casi transparentes -seguramente azules pero difícil de comprobar en una fotografía color sepia- que me miraba serio detrás de unos enormes bigotes desde un marco de retrato ovalado, era el famoso bisabuelo Bartolo.
El apellido Morales me lo heredó mi abuelo paterno por medio de mi papá, comodiosmanda. Dicen que el abuelo tenía cinco nombres, quizás porque no lograron ponerse de acuerdo sus papás -un nicaragüense de Rivas y una hondureña-, sus abuelos y seguro hasta sus padrinos, y para evitar roces y malos entendidos, el niño fue bautizado como Pedro Marcelino Salvador Erasmo Félix Morales Rajo. Todavía no sé de donde salió el Rajo, el apellido de su madre, de quien sé muy poco o casi nada, excepto que se llamaba Juana, y que se bajó de una carreta para parir en Zaragoza porque no alcanzó a llegar del puerto de La Libertad hasta San Salvador.
El apellido Tijerino me lo heredó mi mamá, hija de inmigrantes venidos de Nicaragua, Margarita Gómez y Alejandro Tijerino, y para mi buena suerte es un apellido tan poco común en El Salvador, que siempre me invita a contar mi herencia nicaragüense, a la cual le dedicaré un capítulo propio más adelante. La verdad es que siendo Morales un apellido que llena como tres páginas en el directorio telefónico, preferiría que me conocieran con el apellido Tijerino.
Así es como estas historias que ahora comparto he decidido que las cuente Elena Tijerino, para celebrar a las mujeres de mi familia, que han hecho historia desde sus historias contadas mientras bordaban, limpiaban frijoles, lavaban la ropa, los platos, o preparaban el desayuno.
Elena Tijerino, para que se sepa que soy la hija de Iris Tijerino y la nieta de Margarita Gómez y Elena McIntire, dos valientes mujeres inmigrantes.