Cuando sea grande, quiero ser bruja...

Este poema lo escribí en Canadá en 1991, después de ver un documental sobre la inquisición titulado “The burning times” (Tiempos de hoguera). En la oscuridad de una sala de cine improvisada en la Universidad de Alberta, vi por primera vez imágenes de archivo de la inquisición, donde en libros, dibujos y pinturas se detallaban paso a paso las torturas y los vejámenes vividos por las mujeres de la época, acusadas de ser brujas. Aquello parecía tan lejano en el tiempo y a la vez tan cercano que no pude evitar sentirme una de ellas, nacida al mundo en un siglo donde todavía arden hogueras.

Bruja

mujer
¡cuántos siglos condenada al silencio!
diosa
bruja
curandera

mujer ardiendo en la hoguera
en nombre de dios
todopoderoso
omnipotente

la santa iglesia
católica
apostólica
y romana
la misma que bendijo las armas
que arrasaron con mi pueblo
te llamó bruja
hereje
puta
te denigró
te pisoteó
te humilló

condenó el milagro de tu cuerpo
a la vergüenza
a la ignorancia
transformó en pecado
la hermosura de tu sexo
te envolvió en tinieblas
te vendó los ojos

la santa madre iglesia
la troglodita
la que me hacía temblar
cuando imaginaba el castigo eterno
si no era una buena niña

la que proclama implacablemente
dar siempre la otra mejilla
la que saqueó nuestro continente
la que nunca multiplicó los panes
la que bendijo el exterminio
de nuestras culturas
por ser paganas

¡la santísima iglesia!
de tan santa
ejecutó a nueve millones de mujeres
solamente en europa
por brujas
por rebeldes
por quitarle el trabajo a dios
haciendo milagros

¡desenterremos la historia!
¡nombremos a los asesinos!
nueve millones de mujeres
no son cifras en un libro

fueron mujeres
como vos
como yo
culpables de crear
de sanar
de amar

hoy
un día cualquiera de este siglo xx
he abierto más los ojos
me dí cuenta del horror de tus días
las máquinas de tortura de tu siglo
son ahora piezas de museo
sin embargo
yo sigo oyendo el suplicio
voces ancestrales nos gritan
que todavía hay lugares
donde no se les ve
detrás de una vidriera


los jueces y verdugos de siempre
nos siguen persiguiendo
la cacería de brujas
aún no ha terminado

hoy
un día cualquiera de este siglo
tan lejos
y tan cerca
de tu tiempo
he llorado por vos
y con vos
bruja
hermana
curandera
hacedora de milagros
profeta

hoy
he comprendido mejor
quien soy
gracias a vos
bruja quemada en la hoguera
mujer que me ayudás
a quitarme la venda
mujer que me acompañás
y me das fuerza
para enfrentarme a los inquisidores
de este siglo

bruja
bruja que te llevo dentro de mí
con todos los poderes
la magia
los secretos
que se me van revelando
poco a poco
ahora que por fin
me decidí
a no tenerte miedo…

(publicado en la revista “Aquí” de Edmonton, Alberta, con el seudónimo Luz Antonio)

Las mujereces y otros temas lunáticos

“Aprendimos los oficios de los hombres
y arrebatamos otros
que estaban destinados a los dioses.”
(Michele Najlis)


En Canadá escuché por primera vez de los aquelarres de luna llena, es decir un encuentro de brujas convocado por su aliada, la Luna. Mis antecedentes católicos no dejaron pasar la oportunidad de cuestionarme sobre una práctica supuestamente pagana. Pero como estaba en pleno aprendizaje sobre la tolerancia cultural, el respeto a las creencias de otros y la apertura a otras formas de ver y vivir el mundo, me decidí a participar en una de esas reuniones, invitada por mi amiga Laurie.

El aquelarre resultó ser el nombre simbólico de un sencillo encuentro de mujeres, todas desconocidas para mí, donde compartimos el pan y la risa, dimos gracias por los alimentos que cada una había preparado para poner en la mesa común, y donde procedimos a hablar abiertamente y sin inhibiciones sobre experiencias puramente femeninas, como la menstruación, el embarazo, el parto, la maternidad, la menopausia, y las inseguridades históricas ligadas a nuestro cuerpo y a la imagen que proyectamos.

Aquellas mujeres que nunca en mi vida había visto, y que en apariencia eran tan distintas a mí, por el color de su piel y sus ojos, por su edad, por su idioma, por su historia; resultaron ser tan parecidas que no tuve más remedio que abrirles mi corazón y mi vida para que me colmaran de su sabiduría y su cariño.

Así supe de mujeres que habían desafiado inviernos de treinta grados bajo cero construyendo su casa y su hogar, haciendo su ropa y manteniendo a su familia abrigada y unida. Mujeres que sembraban y cosechaban y no les preocupaba tener uñas que las delataran con su mugre. Mujeres que acarreaban leña, bombeaban agua, y hacían pan. Mujeres luchadoras, amorosas madres de sus hijos, y amantes de sus esposos, aún cuando éstos no siempre les reconocieran su contribución al hogar y mucho menos a la comunidad. Estas mujeres que hacían galletas de avena también luchaban por sus derechos sexuales y reproductivos, arriesgándose a ser apedreadas por la crítica de su sociedad y la doble moral que no tiene fronteras. La mayoría de estas increíbles mujeres tenía los ojos azules como el inmenso cielo de la pradera canadiense y pelo del color del trigo de sus campos.

Aparte de esas reuniones alumbradas por la luna, también participé en otros encuentros, en otros espacios de celebración de lo femenino. De las mujeres indígenas aprendí que la menstruación es el “moon time” (tiempo lunar) y por lo tanto, es sagrado y se respeta. Sus tatarabuelas tenían la costumbre de retirarse al “moon lodge” (albergue lunar) para hacer una pausa, dejarse cuidar y aminorar el ritmo del trajín doméstico y cotidiano, ya que durante esa época sagrada, el cuerpo de la mujer se está alineando con la luna y los ritmos del universo para abrir y cerrar los ciclos que la Vida misma le ha encomendado.

Aquellos encuentros de mujeres fueron enriquecedores y de mucha reconexión espiritual, y muy al contrario de los temores que algunas religiones infunden a lo que se sale de sus normas, yo me sentí mucho más cerca de Dios y de la Creación. Juntarnos varias mujeres a compartir los alimentos y a expresar gratitud, cariño y solidaridad fue una hermosa alternativa a la comunión que había dejado de tomar por temor a que me partiera un rayo si cometía el sacrilegio de hacerlo sin confesión previa.

Al verme en los espejos de todas ellas y de sus vidas, mi imagen me resultaba mucho más completa, más nítida, sin importar si el espejo venía de lugares tan lejanos como Nueva Zelanda o Sudáfrica o que tuvieran nombres como Heather o Shirley.

Muchas de las mujeres que conocí durante los ocho inviernos que duró mi exilio en Canadá, fueron maestras, amigas y hermanas. Algunas me regalaron historias de fortaleza de las cuales me he asido en tiempos difíciles para no deslizarme en el pozo oscuro de la depresión. Otras me regalaron sencillos rituales para sanar dolores de cuerpo y alma, para recuperar energía, para agradecer a la vida haber nacido mujer y disfrutarlo.

Pido prestadas sus palabras a la nicaragüense Gioconda Belli para darles las gracias a ellas, mis amigas canadienses y las que conocí en Canadá, y celebrar que somos hermanas, indiscutiblemente.

Y Dios me hizo mujer (…)
"…Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.

Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo."

Jugando mica con la muerte

“…pero hay un poema de sangre
en las calles de mi pueblo
en los ojos de los niños
en las manos de los muertos…”
(Luis Enrique Mejía Godoy)



Desfile bufo frente al Mercado Central
31 de octubre de 1979


Cientos de voces gritando
Cientos de brazos alzándose
Cientos de hombres
mujeres
niños
desbordándose por las calles
por las aceras
por las cunetas
de esta ciudad
que los mastica
los traga
los vomita

Rostros duros, rostros de barro
resecos de sol y de sudores
oxidados de lágrimas
que no se lloran

Sus manos callosas
empuñan mantas y banderas
y salen a la calle
a hacerse gigantes

Las filas se alargan
Las calles se encogen

La esperanza, contagiosa,
nos hace cómplices
de esta conspiración de amor
y de coraje

La multitud observa
desde el mercado central
aquel desfile multicolor
que le ha crecido a la calle
gritando al viento
su rabia de siglos

Los gritos denuncian la farsa
del golpe de estado del 15 de octubre

De repente, el silencio…

El inconfundible sonido
de la estampida

Se oyen gritos
Se oyen disparos
Todos corremos a refugiarnos
(¡Ana! ¿dónde estás?)

El instinto me guía
hacia la puerta de un mesón
Una anciana atiza el fuego de su cocina
como si no pasara nada
Me voltea a ver silenciosa, solidaria
Me hace señas con los ojos
Extiende la mano
para quitarme el pañuelo rojo que me delata
y señala hacia el muro del patio

Yo salto impulsada por la adrenalina
caigo al otro lado
en el cementerio

entre matorrales y tumbas
sobo mi cuerpo adolorido
los muertos me acompañan y me protegen
y yo logro salir viva con ayuda de ellos

Ha caído la noche

A pocas cuadras del silencio abrupto
y del olor a pólvora y sangre
me junto con mi hermana
para regresar juntas a la casa

...

Las calles recuperan su tristeza
Y nuevamente llueve rojo
sobre la ciudad gris
que nos mastica
nos traga
nos vomita…