27 de noviembre de 1980: Escuadrón de la Muerte secuestra y asesina a los líderes del FDR

Sucedió dos días antes de cumplir mis 18 años, así que todavía no había sacado la licencia. Sin embargo ya me atrevía a manejar – sin permiso de mis padres por supuesto- y ese día me atreví aún más, ya que no sólo había tomado prestado un pick up ajeno sino que la misión que tenía encomendada era llevar un megáfono y unos materiales de propaganda a la Catedral Metropolitana, donde un grupo del Bloque Popular Revolucionario se había tomado el templo para denunciar la represión que seguía arrasando con los jóvenes de la época.

Llegué al colegio Externado San José, donde funcionaba la oficina del Socorro Jurídico del Arzobispado, a buscar a un compañero, con el compromiso de llevarlo de vuelta al mismo lugar una vez hubiéramos finalizado nuestra tarea. Era muy sencillo, básicamente yo le haría de chofer, sorteando cualquier retén que pudiéramos encontrar, escudándome con mi cara de niña y una sonrisa.

Todo transcurrió sin sobresaltos, llegué a un costado de Catedral, el muchacho se bajó a dejar lo que llevaba y en pocos minutos ya estábamos de vuelta, justo a tiempo para que yo pudiera devolver el pick up prestado sin levantar sospechas a su dueño.

Al ingresar de nuevo a las instalaciones del colegio cerca de las once de la mañana, me extrañó no ver al portero –le decían el Chele- en su puesto de trabajo, una especie de caseta de control donde todo vehículo tenía que reportarse con él. Subí la pendiente y estacioné justo a la entrada del edificio, aquella mole de muros inmensos que asemejaba más un cuartel que un colegio de niños, tal cual era antes de que el terremoto de 1986 lo condenara a demolición.

Detuve la marcha sin apagar el motor, solo para dar tiempo a mi pasajero a que se bajara. En una fracción de segundo, la imagen de algunos cuerpos tendidos boca abajo en el suelo con las manos en la nuca me dejó helada. El ruido del motor encendido que se había acercado al lugar los hizo reaccionar y rápidamente se incorporaron para tirarse en la parte de atrás del pick up al tiempo que uno de ellos me decía con un grito silencioso “el escuadrón está aquí, ¡vámonos!”

Yo aceleré sin voltear a ver, sin preguntar, sin pensar, casi diría que hasta sin respirar…bajé la pendiente del Externado rumbo a la 25 Avenida Norte y busqué la zona baldía de Metrocentro (donde ahora se yergue ya no sé cuál de sus etapas) para poder detener un poco la marcha y averiguar quiénes eran mis nuevos pasajeros y qué era lo que estaba sucediendo.

“Acaba de entrar el escuadrón, se metieron buscando a los compas del FDR…” me dijo uno de ellos todavía pálido y tembloroso “llevanos a la parroquia de la Miramonte, ahí vamos a ver qué hacemos y quién puede ayudar, esto hay que denunciarlo rápido…”

Después de dejarlos en la parroquia, me fui al lugar donde debía devolver el vehículo, y luego a mi casa, para estar a tiempo a la hora de almuerzo y no preocupar a mis padres, que a esas alturas quizás ya presentían que yo andaba caminando por las orillas del peligro. Yo tenía un nudo en la garganta pero no me atrevía a soltarlo con ellos ni con nadie, lo que andaba haciendo no era para andarlo contando. Durante la comida familiar de ese día, la sopa me supo dolorosamente amarga.

El periódico vespertino, creo que era El Mundo, llegó a la casa anunciando en primera plana el secuestro y asesinato de los líderes del Frente Democrático Revolucionario: Juan Chacón, Enrique Alvarez Córdova, Manuel Franco, Humberto Mendoza y Enrique Barrera, cuyos cuerpos torturados aparecieron en Apulo a orillas del lago de Ilopango. Leí la noticia, absorbí la gravedad de lo que había pasado esa mañana, y volví a tragarme el nudo junto con un grito ahogado de rabia, de dolor, de impotencia.

Dos días después, cumplí los dieciocho, que entonces todavía no era mayoría de edad –había que esperar los veintiuno- y a pesar del cielo despejado de noviembre, yo sentía que una nube oscura se avecinaba anunciando tormenta. En ese momento tuve la certeza de que la lucha que se estaba gestando en las entrañas de mi pueblo, me estaba mirando a los ojos, llamándome por mi nombre, casi gritándome que la abrazara fuerte y que no la soltara. Y yo, todavía con el nudo, que a esas alturas ya se me había instalado en el pecho, no tuve valor para decirle que no.