La Ana

“Que maneras más curiosas de recordar tiene uno
Hoy recuerdo mariposas que ayer solo fueron humo
Mariposas, mariposas que emergieron de lo oscuro
Bailarinas silenciosas…
Así eras tú en aquellas tardes divertidas
Así eras tú de furibunda compañera
Eras como esos días en que eres la vida
Y todo lo que tocas se hace primavera
Ay mariposa eres el alma de los guerreros que aman y cantan
Eres el nuevo ser que se asoma por mi garganta…”

(Silvio Rodríguez)


Mi amiga roble, mi amiga mariposa. Hoy se asoma en mi vida apareciéndose en cartas fechadas en San José, Costa Rica, en 1981 y 1982. La última llegó a mis manos en 1993 cuando yo vivía en Canadá, meses antes de su muerte tan temprana, que tramposamente le metió zancadilla.
……

Era apenas un año mayor que yo, cuando nos conocimos yo tenía diecisiete y ella dieciocho; pero ya nos daba charlas sobre la coyuntura nacional a un grupo de estudiantes de colegio católico. Jamás había oído yo la palabra coyuntura y ella la explicó moviendo sus codos y sus muñecas y usando el ejemplo de las articulaciones para que entendiéramos la necesidad de movimiento y de que todo estaba conectado. En aquel momento la coyuntura exigía que nos organizáramos.

Tenía el don de comunicar ideas complejas y teorías un tanto densas, de manera comprensible, digerible, y hasta divertida, porque en sentido del humor también estaba bien dotada. Mis pininos- palabrita que a ella le encantaba usar- con la dialéctica, la estrategia y la táctica los hice agarrada de su mano. Nos reuníamos por las tardes a estudiar folletos en su casa de la calle Gabriela Mistral, que fue ametrallada un par de veces por la Unión Guerrera Blanca-la UGB-, el grupo sombrío que dejaba pintada una mano blanca en las puertas o las paredes de las casas de quienes consideraba “enemigos de la patria”, y que después llegó a ser conocida como escuadrón de la muerte.

En esos años mi amiga andaba enamorada de alguien que como ella tenía el don del humor y la amistad pegadito a los poros. Eran tan jovencitos y tan risueños que resulta difícil pensar que estaban comprometidos hasta la médula en asuntos tan serios y tan adultos. Pero lo estaban. Y su compromiso lo asumieron con la disciplina y la responsabilidad que demandaba el código de moral y contextura revolucionaria al que se habían adherido.

Se casaron un 22 de marzo de 1980, y más que por una urgencia romántica o erótica, estoy segura que les resultaba un trámite práctico para esfumarse de la vida pública sin levantar sospechas. Ahí estuvimos con mi hermana y con tantos otros amigos brindando a su salud y llenándonos de abrazos como si supiéramos que faltaba poco para alejarnos –por largos años o para siempre- de su calorcito reconfortante.

Ese 22 de marzo al salir de la capilla donde se celebró la boda, mi hermana y yo divisamos a Monseñor Romero, caminando por el jardín de rosas. Estaba vestido de blanco, una imagen inolvidablemente luminosa en medio de los rosales. Nos acercamos a saludarlo, a darle la mano, a sentirlo de cerca. “¿Cómo está?” le preguntamos, y él nos dijo, simplemente, “Preocupado”. Esa palabra fue contundente, como solían ser sus palabras en sus homilías extensas y detalladas sobre la situación nacional, sobre la coyuntura…

Esa noche mi hermana y yo tuvimos la bendición de escuchar de su boca una sola palabra…”preocupado”, que decía tan poco y decía mucho. Nunca nos imaginamos que dos días después, en esa misma capilla, una sola bala confirmaría su premonición -expresada en esa sola palabra- doloroso y sagrado recuerdo de dos hermanas adolescentes que después abrazarían la opción preferencial por los pobres aprendida con él y desde él.

Esa opción nos invitaría a muchos a dejar de ser prójimos desde la caridad que tan cómodamente nos había enseñado la Iglesia con mayúscula. Monseñor Romero y los mártires de la iglesia con minúscula que le antecedieron, nos mostraron que ser prójimo es darse con amor y no dar con lástima. La Ana, coherente, firme, cálidamente humana, vivió así, profundamente prójima de sus prójimos. Y murió así, un día de octubre de 1993, en un hospital de la ciudad desde donde me escribió cartas llenas de amor y de esperanza en 1981 y 1982.

Esas cartas ahora me piden que recuerde nuestra última conversación debajo de un limonero, pocos días después de firmados los Acuerdos de Paz: “Nosotras nos tiramos verdes del palo, por eso andamos algo ‘mayugadas’…” me dijo un tanto seria, reflexionando sobre nuestra historia común. “Ahora lo que deseo con el alma es defender el derecho a la felicidad de mis hijos
…”