Ocho de mayo de mil novecientos setenta y nueve


No me pregunten mi edad, tengo los años de todos
Yo elegí entre muchos modos ser más viejo que mi edad…”
(Fragmento de la milonga del fusilado, autor anónimo)

La primera vez que escuché la “milonga del fusilado” yo estaba acostada en el suelo de Catedral contando los cuadrados del techo, una y otra vez, para tranquilizar mi mente que no hacía otra cosa que imaginar a las tanquetas que nos mantenían cercados rompiendo los portones de la iglesia, arrasando con todos los que estábamos adentro, indefensos. Era la noche del ocho de mayo de mil novecientos setenta y nueve.

Yo tenía dieciséis años, mi cumpleaños diecisiete sería hasta el siguiente noviembre, y en ese momento de angustia estaba segura de que mis días no llegarían hasta ahí. Mayo se instaló en la historia de ese año con la muerte colgándole al calendario: el 8 de mayo fueron asesinadas más de 20 personas frente a la Catedral Metropolitana de San Salvador, algunos de ellos perpetuados en la memoria colectiva en fotos desgarradoras de sus cuerpos inertes en las gradas del templo. Ese mismo mes, el día veintidós, otro grupo de manifestantes sería embestido durante su caminata solidaria rumbo a la embajada de Venezuela, en la colonia Escalón, donde el ejército tenía cercados a unos maestros y estudiantes que protestaban por la represión de esa época.

La mañana de ese martes sangriento amaneció como cualquier otro día, el cielo azul, despejado, y yo alistándome para un examen de Sociología programado para la una de la tarde en mi colegio. Por esas cosas del azar y de la curiosidad y la rebeldía adolescente, decidí que ese era un buen día para asistir a mi primera manifestación, total, tenía la mañana libre y era una causa justa y humana: un grupo de campesinos y estudiantes marcharía de Mejicanos a Catedral para pedir la libertad de los presos políticos, en solidaridad con las madres que esperaban tenerlos de vuelta en casa para celebrar el diez de mayo. Otros dos estudiantes de colegio católico también querían participar, así que nos pusimos de acuerdo para ir los tres juntos, por supuesto sin permiso-ni conocimiento- de nuestros padres ni de nuestros maestros.

El recorrido por las calles fue alegre, algo parecido al desfile del comercio de las fiestas agostinas o a la bajada del Divino Salvador. La gente cantaba y coreaba consignas “Libertad a los presos políticos”, “pueblo, únete”, “las calles se conquistan con lucha organizada”, “se siente, se siente, el pueblo está presente…” Los colores rojo y amarillo, las vejigas, los pompones, la algarabía, la presencia de personas mayores, de jóvenes, de señoras del mercado, todo indicaba una convocatoria popular masiva, solidaria, decidida, valiente. Lo que menos sentía yo era miedo. Más bien me invadía una cálida sensación de ser parte de algo grande, que me hacía sentir la palabra “prójimo” tantas veces repetida en mis clases de Formación Cristiana, de una forma concreta y totalmente comprensible. ¿Cómo no sentirme prójima con las madres que pedían como regalo del diez de mayo la libertad de sus hijos?

Al llegar a la Plaza Barrios, pensé que ya era tarde y que debía de ir a tomar el bus para ir a mi examen. Mis amigos me dijeron que mejor me esperara a que todo terminara y se dispersara la multitud, ya que si me iba yo sola, corría el riesgo de que algún “oreja” me siguiera. Yo no sabía lo que era un oreja pero me explicaron que eran personas peligrosas y que su oficio era poner el dedo a aquellos que denunciaban la represión o que estaban a favor de la causa de la libertad y la justicia, y que andaban viendo quién iba a las manifestaciones para capturarlos o desaparecerlos después. Así que para evitar problemas, decidí esperar que aquella fiesta –porque para mí era una fiesta- terminara.

Recuerdo estar en la esquina frente al almacén Goldtree escuchando una canción que decía así:

“Voy a cantarles una canción
Pero no lo quiero hacer solo
Quiero tu voz y tu voz y tu voz
Para cantar bien alto
Este es el canto que se levanta
Desde el último rincón
No habrá ciudad, no habrá lugar
Donde no se oiga este canto
Compañero, viejo amigo
Tú que hoy estás preso
Para ti es que va este canto
Es por ti
Es por ti
Para ti
El pueblo lo reclama
Amnistía general
El pueblo lo reclama
Amnistía general
Para los obreros, para los estudiantes
Para los maestros, para los campesinos
Amnistía general
Amnistía general…”


Repentinamente, aquella algarabía pasó a convertirse en abrupto silencio. Levanté la mirada y divisé el reloj en el edificio del Banco Hipotecario marcando diez para la una. A mi izquierda vi venir una mancha de cascos color café, era la Policía Nacional de entonces, cuyo uniforme era en tonos café, con casco y fusiles G-3. Recuerdo haber pensado “qué lástima, ya vienen a decirnos que nos vayamos y el acto no ha terminado…pero talvez alcanzo a llegar a tiempo a mi examen…” Así de ingenuo era mi desconocimiento del peligro que acechaba.

Lo siguiente que supe es que estaba en medio del infierno. El silencio fatal que acababa de invadirnos se convirtió rápidamente en sonido de ráfagas descargadas sobre la multitud. No tengo noción de cómo llegué hasta el portón principal de Catedral, literalmente flotando entre un mar de brazos, cabezas, piernas, gritos desesperados, órdenes que se contradecían (“¡guarden la calma compañeros!” “¡entren a la iglesia, protéjanse!”). Desde la altura del tótem humano que se apiñó en el estrecho espacio de la única puerta que estaba abierta, caí de bruces al interior de la iglesia, entre humo y olor a pólvora, alaridos desgarradores, y la imagen imborrable de la sangre que poco a poco nos impregnaría a todos con su olor fétido.

Los cuerpos iban cayendo adentro, como guineos desprendiéndose de un enorme racimo, y rodando en un loco desorden por el suelo. Las personas que estaban adentro iban halando los cuerpos por los brazos, de panza, arrastrándonos ágilmente como si fuéramos sacos de papas que urgía quitar del camino para que nadie se tropezara en nosotros. Así es como llegué-o mejor dicho me llegaron- hasta el ala derecha del templo, con el espanto marcado para siempre en los ojos y en el alma. Me senté pegadita a la pared como queriendo hacerme invisible, y hasta entonces, me solté a llorar.

No hubo tiempo para dejar salir todas las lágrimas del pecho. Casi de inmediato me di cuenta que mis dos compañeros estaban heridos. La Colocha tenía el pelo enmarañado y lleno de sangre, y Sergio tenía quemado el hombro con un roce de bala. Alguien apareció a preguntarnos los nombres y cómo estábamos y por suerte, las heridas de ambos eran superficiales. Y yo, ilesa y con un morral con cuadernos, resultaba de mucha utilidad para ayudar a anotar los nombres de los heridos y su procedencia. Así fue como pude ver los rostros y las miradas de los heridos, algunos de ellos anotados horas después como muertos. Así fue como me di cuenta, por mi propia cuenta, de los cuerpos que se fueron colocando en la nave principal de la iglesia, casi como si estuvieran haciendo fila para tomar la comunión…

Fue esa noche que escuché por primera vez la canción que después abrazaría junto a otros como himno de despedida para los que mueren defendiendo sus ideales.
“No me pregunten quien soy/ ni si me habían conocido/ los sueños que había tenido/ crecerán aunque no estoy…ya no vivo pero voy/ en lo que andaba soñando/ y otros que siguen peleando/ harán crecer nuevas rosas/en el nombre de esas cosas/ todos me estarán nombrando…”

Hasta hoy me he detenido a escribir sobre ese martes que me cambió la vida. No sé que otros caminos hubiera tomado de no ser por ese ocho de mayo de mil novecientos setenta y nueve. Lo que tengo claro es que ese día definió mi rumbo y nada de lo vivido desde entonces tendría el mismo sentido de no ser porque la muerte me obligó a enfrentarme con la vida. La vida que a mis cuarenta y cinco años me exige cumplirles a los que cayeron ese día -y todos los días que siguieron después- con su petición póstuma de amor que para mí sigue siendo vigente… ser la voz que está gritando, y el sueño que sigue entero…
archivo de la noticia en la BBC: