Poemas sobreviviendo cateos y exilio

"tantas veces me mataron
tantas veces me morí
sin embargo estoy aquí
resucitando..."


En 1980 un papelito podía convertirse en tu pasaje hacia la cárcel, o incluso hacia la muerte. No exagero. Un papelito con palabras tan sospechosas como “organización”, “justicia”, y “derechos humanos” eran motivo suficiente para meterte en serios problemas. Ya no se diga si el papelito decía algo así como “el reino de Dios en la tierra”, “Monseñor Romero”, “alto a la represión” o estaba firmado por organizaciones de nombres peligrosos como Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños, FECCAS, o Unión de Trabajadores del Campo, UTC.

Llegué a entender lo peligroso que era escribir, decir, contar, pensar, cantar, recitar y hasta tener una biblia latinoamericana, cuando en mi último año de bachillerato me metí a colaborar con un equipo de propaganda que las organizaciones campesinas tenían funcionando en un local del departamento de Economía de la Universidad de El Salvador. Mi oficio era dibujar. Yo había desarrollado la habilidad del dibujo haciendo historietas de amor para mis compañeras del colegio. Nunca pensé que podía hacer historietas de otro tipo de amor, un amor más grande como ése que empujaba a tantas personas a dejarlo todo por una lucha justa y necesaria. Mis dibujos un tanto torpes pero comprensibles explicaban cosas sencillas y dolorosamente cotidianas como lo injusto del jornal de un campesino en comparación con la riqueza que acumulaba el cafetalero o el terrateniente; o el precio de los frijoles y del arroz y lo imposible que le resultaba a una familia de obreros o de campesinos darle una alimentación decente a sus hijos.

La poesía que tanto me gustaba desde pequeña (yo me sabía los poemas de Bécquer) pasó de describir suspiros y fantasías por un príncipe azul a dibujar realidades dolorosas, como los niños y niñas que dormían en la calle o se ofrecían a cargar bultos en el mercado. Mis primeros poemas “sociales” eran un llamado a mi propia conciencia cristiana, un llamado a preguntarme cuál era el rol que Dios me tenía asignado. A comienzos de 1979 garabateé estos pensamientos:

Algunas veces en las noches
siento miedo
Pienso en el compromiso
que como cristiana tengo
¿Debo cerrar los ojos
al dolor de mi pueblo?
¿O debo tomar otra opción
y arriesgar mi vida
por lo que creo?

Así, mis inquietudes sobre lo que estaba viviendo fueron a parar a papeles sueltos, a servilletas, a lo que tuviera a mano para contener tanta emoción y tanta pregunta que me desbordaba. Entonces me di cuenta que los soldados, los guardias o los policías detenían a los buses, pedían documentos, y revisaban las carteras, bolsillos y los cuadernos de los pasajeros. Esto se convirtió en una práctica habitual, no solo hacia el transporte público sino también a cualquier vehículo que les pareciera sospechoso. Supe que tenía que esconder lo que yo escribía, porque además con el tiempo hubo muchas más cosas que clamaban ser escritas: manifestaciones que eran reprimidas a balazos en plenas calles de San Salvador a la luz del día, huelgas que eran disueltas violentamente en las fábricas, maestros que eran detenidos y luego desaparecidos, estudiantes que a mitad de una frase libertaria pintada en la pared eran acribillados por la espalda, campesinos que aparecían torturados en los caminos a la vista de todos…

Cuando mataron a Monseñor Romero ya era imposible quedarnos callados, y la represión a su funeral fue la gota que derramó el vaso de la impunidad y la violencia que se había desatado cual jauría de perros rabiosos ávidos de salir a la cacería. Tuve que escribir y escribir y escribir lo que había visto, lo que había vivido, y lo que había muerto y resucitado en esos días. No podía parar de escribir, pero para entonces tenía mucho más claro que no podía guardarlo ni arriesgar mis palabras a morir en una hoguera improvisada en el momento de un cateo. Así que le pedí a mi amiga Verónica que se las llevara con ella cuando su familia tuvo que hacer las maletas para abandonar el país amado por la necesidad de protegerse de la represión que se soltó de cualquier rienda posible en 1980.

La amistad personal con Monseñor Romero era una etiqueta demasiado peligrosa para su familia, y por suerte mis poemas lograron colarse de polizontes justo a tiempo para el viaje que hicieron a los Estados Unidos, donde vivirían los siguientes siete años. Verónica se fue de mis días sin abrazo reconfortante, sin fotos de recuerdo, sin acompañamiento al aeropuerto, sin derecho a la despedida. De un solo tajo quedaron atrás nuestros días de fiestas rosa, de jugar a la amiga secreta, de maravillarme con el claro de luna que sus manos le sacaban al piano del salón de actos, de cantar las canciones de Barry Manilow, de juntarnos en la capilla del colegio a compartir nuestro ideal de un país más justo y de un mundo mejor para todos.

Cuando en 1988 yo tuve que meter mi vida y la de mi familia en una maleta que no pesara más de 35 libras, Verónica estaba a punto de regresar al país. Yo me fui un 6 de diciembre a Canadá y ella regresó un 14 de diciembre de los Estados Unidos. Es decir, nuestras coordenadas de tiempo y espacio no coincidieron. Sin embargo pudimos hablar por teléfono a mi llegada al primer invierno de mi vida, la nueva vida que inauguraba con mi familia ese diciembre colmado de incertidumbre y de nostalgia en una ciudad lejana sin volcanes ni cerros. Ella me pidió una dirección y me dio unos cuantos consejos útiles para sobrellevar el frío y el exilio.

Mi regalo de navidad de ese año llegó en un sobre de manila desde Carolina del Norte con mi nombre y mi nueva dirección escrita con la letra redondita de mi amiga. Al abrirlo pude ver un suéter de lana gruesa, con dos líneas que formaban una letra V en el pecho. V de Verónica supongo, pero para mí significó V de Vida en ese momento gris de mi historia personal. Adentro del suéter, acomodado entre las mangas cual si fuera un abrazo, estaba un cuaderno de espiral, un cuaderno mediano de hojas rayadas y con el emblema de una universidad en la portada. Lo que no me imaginaba era que ese cuaderno contenía una a una las palabras que habían sobrevivido cateos y el exilio, cuidadosamente rearmadas con la letra redondita de Verónica, recuperadas de servilletas y papeles sueltos para devolverme una pieza vital de mi rompecabezas. Con la mirada húmeda comprendí que la V del suéter también simbolizaba victoria, victoria sobre el silencio y el olvido.

De ese cuaderno recuperé mi testimonio sobre lo ocurrido en el funeral de Monseñor Romero, que ahora copio con algunos remiendos literarios que me sugiere la adulta que está re-escribiendo su historia a finales del año 2007. Sin embargo, las palabras de la adolescente se mantienen vivas, así como fueron sentidas la semana santa de mil novecientos ochenta, y que gracias a la lealtad y el cariño que bendicen mi vida desde hace más de treinta años, me es posible ahora compartir con los que estuvieron allí y también, con los que no estuvieron.

VOY A CONTAR UNA HISTORIA

"Hermanos, son de nuestro pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR (...) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!"
(Monseñor Oscar Arnulfo Romero, homilía del 23 de marzo de 1980)

Voy a contar una historia
Algo que pasó de verdad
Todavía vive en mi memoria
Lo sucedido en Catedral...

En Catedral comenzó su jornada
En Catedral alzó su voz
Catedral es ahora su última morada
A Catedral llega el pueblo
Con su dolor

El 24 de marzo lo asesinaron
El 30 era su funeral
Fue un domingo, Domingo de Ramos,
Domingo de luto
en Catedral
…..
Era inevitable
Aquel mar de gente era inevitable
¿Cómo contener a un pueblo herido
por la pérdida de un hijo?
¿Cómo se controla un cuerpo
cuando le amputan un miembro?

El dolor era grande
Siempre duele que se derrame la sangre
Siempre que muere un hijo
Llora la madre

Era inevitable.

Y ellos lo sabían
los cobardes lo sabían
y tenían miedo...

Aquel mar de gente
había venido desde lejos

Desde Aguilares
Desde Chalate
Desde Cojute
Desde San Pedro

Desde todos los rincones
de nuestro suelo
llegaron hombres, mujeres y niños,
jóvenes y viejos
sacerdotes, religiosas,
intelectuales y reporteros

Hermanos de otros países
se unieron a nuestro duelo
acompañando el lamento
de nuestro pueblo

Aquel mar de gente
inundaba el centro
desbordaba las plazas
las aceras, las calles,
el templo

Largas filas de manifestantes
venían desfilando
desde el Parque
su jornada era de luto
pero también de combate
denunciando y condenando
las masacres

Al frente de las filas
iban los obreros
y con el puño en alto
y en silencio
rindieron homenaje
a Monseñor Romero

Los aplausos rompieron el silencio
Al ver llegar tan dignamente
Aquella manifestación
De dolor sincero

La gente reunida
solidariamente
compartía aquel día
Un riesgo evidente
La rabia de los perros
Esa rabia de muerte
No soportó
nuestro gesto valiente

Su cobardía hizo
Estallar una bomba
Y surgir la ráfaga
Y otra bomba
Y otra bomba

El horror se regó
Y comenzó la estampida
y entre el humo y los gritos
la gente caía

La multitud corrió desesperadamente
Gritando
Temblando
Llorando
Rezando

Aquel mar de gente
Estaba en agonía
Nuevamente
Le asestaban una herida

Decenas de muertos
Fue la respuesta
De los golpes, la asfixia,
Y la metralleta

Las calles quedaron vacías
Solo el dolor vagaba en las esquinas

En medio de la plaza
Esta imagen se prendió en mis pupilas:
Una montaña de pañuelos,
Zapatos, carteras,
Y las palmas esperando
Su agua bendita
..…

Mientras tanto
Monseñor Romero
Quedó en su ataúd
Ya no hubo entierro
Y desde algún lugar
Fue mudo testigo
De la masacre de aquel domingo
Seguramente pidiéndole a Cristo
Que no fuera en vano su martirio
…..

Los guardias y soldados
No escucharon su llamado
Oyeron la voz de su amo
Cobardemente
Ordenando dar muerte
La mañana de aquel
Domingo de Ramos

(San Salvador, Semana Santa de 1980)