12 de marzo de 1977: Abriendo los ojos, despertando la conciencia

"La verdad una vez despierta
no vuelve a dormirse..." (José Martí)


A Rutilio Grande lo mataron el año que cumplí los quince. Recuerdo la consternación de la mamá de mi mejor amiga durante un festejo familiar ese mes de marzo, celebrando los quince años de su hija, mi compañera de colegio, de partidos de básquet y de suspiros causados por la música del grupo Bread y los Bee Gees.

En ese momento yo no tenía ni idea de lo que significaría esa muerte en la historia de El Salvador, y particularmente en la historia de la Iglesia Católica y en el rumbo que tomaría su recién nombrado Arzobispo, para elevar su estatura humana y convertirlo en Sembrador no solo de este país sino del mundo entero.

El nombre del padre Grande quedó grabado en mi memoria y también las sílabas de El Paisnal y Aguilares, que todavía ahora evocan en mí una sensación de escalofrío y tristeza pensando en todas las historias que los cañaverales de la zona no se han atrevido a contar.

A partir de 1977 comenzaron a suceder cosas que resultaban durísimas de asimilar para una adolescente que tan solo se enteraba de ellas por medio de las crudas imágenes en los periódicos. Ni siquiera me atrevía a pensar cómo sería todo aquello para quienes lo estaban viviendo en carne propia.

Mis ojos y mi conciencia se fueron abriendo con espanto al irme dando cuenta-no necesariamente por medio de las noticias oficiales- de cantones lejanos asediados por tanquetas, de catequistas torturados e incluso decapitados, de campesinos sacados de sus ranchos o bajados a la fuerza de los buses para aparecer luego como despojo de los zopilotes…de tantos hombres y mujeres que con la biblia latinoamericana en la mano eran acusados de subversivos y comunistas, y por tanto condenados a muerte. Era tanto el horror que ya no me cabía en los sentidos.

En las noticias me enteré de sacerdotes acribillados dando misa, dirigiendo un retiro de jóvenes o abriendo la puerta de la casa parroquial, cuyas muertes se adjudicaba un grupo llamado “Unión Guerrera Blanca”, que marcaba a sus víctimas con una mano pintada de blanco. La UGB, una especie de Ku Klux Klan que se daría a conocer con nombres como escuadrón de la muerte, brigada Maximiliano Hernández Martínez, o simplemente Mano Blanca, más adelante se metería debajo de las faldas de un himno alegre y pegajoso para esconder sus crímenes y neutralizar el recuerdo de su nefasto origen en la masiva amnesia de los salvadoreños.

Mil novecientos setenta y siete marcó la historia de El Salvador. Ese año la voz luminosa de Monseñor Óscar Arnulfo Romero emergió de las sombras y se atrevió a dar consuelo y fortaleza, y también a mostrar camino. Su voz firme, valiente, serena, de palabras sencillas y contundentes, comenzó a dar voz a los silenciados, a sacudir las conciencias de los temerosos y los indiferentes, a cuestionar a los indecisos, a hacer temblar a los perpetradores del espanto.

Esa voz nos acompañaría incansable, coherente, consoladora, orientadora y profética durante los años de calvario que fueron 1977, 1978, 1979 y 1980, hasta el triste lunes de marzo cuando una bala cobarde se incrustó en su corazón en un inútil intento de silenciarla.

Treinta años después, esa voz sigue mostrando el camino, no sólo en El Salvador o en América Latina, sino en el mundo entero. La cripta donde se encuentra enterrado Monseñor Romero es obligado peregrinaje de caminantes esperanzados que se acercan humildes, encienden una vela o depositan una flor o un pensamiento sobre la silenciosa tumba que les ofrece consuelo y la dulce oportunidad de renovar su fe. La fe profunda de cuya mano se asieron Rutilio Grande y sus acompañantes -un niño y un anciano- a la hora de su muerte, y que tocó el corazón de Monseñor Romero un doce de marzo de mil novecientos setenta y siete. Esa fe sencilla y pura que hace posible que a pesar de la oscuridad y la desesperanza, sigamos soñando niñas y niños felices, y creyendo en lo imposible
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