Las mujereces y otros temas lunáticos

“Aprendimos los oficios de los hombres
y arrebatamos otros
que estaban destinados a los dioses.”
(Michele Najlis)


En Canadá escuché por primera vez de los aquelarres de luna llena, es decir un encuentro de brujas convocado por su aliada, la Luna. Mis antecedentes católicos no dejaron pasar la oportunidad de cuestionarme sobre una práctica supuestamente pagana. Pero como estaba en pleno aprendizaje sobre la tolerancia cultural, el respeto a las creencias de otros y la apertura a otras formas de ver y vivir el mundo, me decidí a participar en una de esas reuniones, invitada por mi amiga Laurie.

El aquelarre resultó ser el nombre simbólico de un sencillo encuentro de mujeres, todas desconocidas para mí, donde compartimos el pan y la risa, dimos gracias por los alimentos que cada una había preparado para poner en la mesa común, y donde procedimos a hablar abiertamente y sin inhibiciones sobre experiencias puramente femeninas, como la menstruación, el embarazo, el parto, la maternidad, la menopausia, y las inseguridades históricas ligadas a nuestro cuerpo y a la imagen que proyectamos.

Aquellas mujeres que nunca en mi vida había visto, y que en apariencia eran tan distintas a mí, por el color de su piel y sus ojos, por su edad, por su idioma, por su historia; resultaron ser tan parecidas que no tuve más remedio que abrirles mi corazón y mi vida para que me colmaran de su sabiduría y su cariño.

Así supe de mujeres que habían desafiado inviernos de treinta grados bajo cero construyendo su casa y su hogar, haciendo su ropa y manteniendo a su familia abrigada y unida. Mujeres que sembraban y cosechaban y no les preocupaba tener uñas que las delataran con su mugre. Mujeres que acarreaban leña, bombeaban agua, y hacían pan. Mujeres luchadoras, amorosas madres de sus hijos, y amantes de sus esposos, aún cuando éstos no siempre les reconocieran su contribución al hogar y mucho menos a la comunidad. Estas mujeres que hacían galletas de avena también luchaban por sus derechos sexuales y reproductivos, arriesgándose a ser apedreadas por la crítica de su sociedad y la doble moral que no tiene fronteras. La mayoría de estas increíbles mujeres tenía los ojos azules como el inmenso cielo de la pradera canadiense y pelo del color del trigo de sus campos.

Aparte de esas reuniones alumbradas por la luna, también participé en otros encuentros, en otros espacios de celebración de lo femenino. De las mujeres indígenas aprendí que la menstruación es el “moon time” (tiempo lunar) y por lo tanto, es sagrado y se respeta. Sus tatarabuelas tenían la costumbre de retirarse al “moon lodge” (albergue lunar) para hacer una pausa, dejarse cuidar y aminorar el ritmo del trajín doméstico y cotidiano, ya que durante esa época sagrada, el cuerpo de la mujer se está alineando con la luna y los ritmos del universo para abrir y cerrar los ciclos que la Vida misma le ha encomendado.

Aquellos encuentros de mujeres fueron enriquecedores y de mucha reconexión espiritual, y muy al contrario de los temores que algunas religiones infunden a lo que se sale de sus normas, yo me sentí mucho más cerca de Dios y de la Creación. Juntarnos varias mujeres a compartir los alimentos y a expresar gratitud, cariño y solidaridad fue una hermosa alternativa a la comunión que había dejado de tomar por temor a que me partiera un rayo si cometía el sacrilegio de hacerlo sin confesión previa.

Al verme en los espejos de todas ellas y de sus vidas, mi imagen me resultaba mucho más completa, más nítida, sin importar si el espejo venía de lugares tan lejanos como Nueva Zelanda o Sudáfrica o que tuvieran nombres como Heather o Shirley.

Muchas de las mujeres que conocí durante los ocho inviernos que duró mi exilio en Canadá, fueron maestras, amigas y hermanas. Algunas me regalaron historias de fortaleza de las cuales me he asido en tiempos difíciles para no deslizarme en el pozo oscuro de la depresión. Otras me regalaron sencillos rituales para sanar dolores de cuerpo y alma, para recuperar energía, para agradecer a la vida haber nacido mujer y disfrutarlo.

Pido prestadas sus palabras a la nicaragüense Gioconda Belli para darles las gracias a ellas, mis amigas canadienses y las que conocí en Canadá, y celebrar que somos hermanas, indiscutiblemente.

Y Dios me hizo mujer (…)
"…Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.

Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo."