La Morena

¿Dónde te habrás metido, Morena?

Hace más de veinticinco años que no sé de vos, de tus trece hijos, de tu caja de cartón que metías debajo de la cama con tus cosas. “Esta es mi casa” me dijiste mostrándome la caja cuando te conocí en el refugio de San José de la Montaña, allá por 1981. Y luego me contaste que habías enterrado la piedra de moler en el solar porque no perdías la fe de regresar algún día a tu cantón en Cojutepeque, de donde te habías tenido que salir con lo que andabas puesto más la chorrera de cipotes detrás de vos, para no aparecer en las listas de los asesinados por grupos paramilitares que en el campo se conocían como “ORDEN” (Organización Democrática Nacionalista, si no me equivoco).

En aquellos tiempos, entre los años sesenta y setenta, la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños, FECCAS, y la Unión de Trabajadores del Campo, UTC, fueron tomando fuerza y expandiéndose en las zonas cañeras, cafetelaras y algodoneras del país. Ya a mediados de los años setenta se unieron para demandar un mejor salario y un trato más justo por parte de sus patrones, y se transformaron en la Federación de Trabajadores del Campo, FTC, un movimiento campesino de base, fuerte y organizado, que hizo tambalear al régimen militar de entonces. La represión gubernamental fue puesta en práctica por medio de la Guardia Nacional, la Policía de Hacienda, grupos paramilitares (como ORDEN) y el ejército mismo, quienes haciendo uso de tanquetas, arrasaban con los ranchos, las cosechas y los animales. Con las personas se ensañaban más cuando lograban darles cacería, en algunos casos las decapitaban y colocaban las cabezas en estacas; y a las mujeres las violaban y cercenaban sus pechos. Todo esto sucedió mucho antes de que la guerra fuera declarada guerra y nuestros muertos fueran noticia en los periódicos internacionales. Todo esto sucedió mucho antes de la violencia que en pleno siglo veintiuno nos hace preguntas que no sabemos contestar.

Miles de familias se vieron forzadas a dejar sus lugares de origen y buscaron refugio en albergues que la Iglesia Católica estableció en San Salvador y sus alrededores. El Instituto Emiliani, Domus María, algunas parroquias, algunos colegios, formaron parte de una red de solidaridad con familias campesinas indefensas que buscaban refugio de la muerte. La cancha del seminario San José de la Montaña sirvió de hogar a miles de desplazados de la zona de Cuscatlán, de donde vos eras, y ahí montaste tu champita para vos y los tuyos.

No recuerdo en qué mes te conocí, pero vos ya llevabas varios en el refugio. Ahí estabas, con tu pelo liso y largo amarrado en una cola y la frente húmeda con gotitas de sudor. El embarazo no te dificultaba andar de prisa, mas bien parecía que te empujaba a hacer las cosas con entusiasmo y una eficiencia envidiable. Sin andar con rodeos me trataste de vos desde el primer momento y me invitaste a pasar a tu champa, para ponernos de acuerdo en la misión que de ahí en adelante íbamos a compartir. Me contaste tu historia, con los doce hijos previos y la reciente captura de tu esposo, acusado de subversivo, que se encontraba preso en Mariona. Había tenido la suerte de contar con demasiados testigos al momento de su captura y el Socorro Jurídico del Arzobispado había presentado un recurso de Habeas Corpus para evitar que fuera a parar a la siniestra lista de los desaparecidos. Entonces fue trasladado al Centro Penal La Esperanza, también conocido como Mariona, y se integró al Comité de Presos Políticos, COPPES.

Ahí comenzó nuestra historia, la tuya y la mía, desafiando registros para ingresar mensajes a los centros penales, ejerciendo la creatividad y el ingenio para hacer de un jabón nuestro cómplice o de una sopa nuestra mejor aliada. Mientras los presos políticos hacían su trabajo organizativo adentro de las cárceles, nosotras nos pusimos a visitar esposas, madres, hijas y hermanas de presos y desaparecidos; y poco a poco fuimos organizando un grupo de mujeres con voluntad de colaborar llevando y trayendo mensajes, vendiendo artesanías, o prestando su nombre y su cédula para publicar un campo pagado en el diario El Mundo. Éramos parte de un todo, hormiguitas de un enorme hormiguero que se expandía silencioso y bajo tierra.

Recuerdo que vos me tratabas con cariño. Será porque el cariño era mutuo, a pesar de las advertencias sobre el “amiguismo” y otras supuestas debilidades que algunos compañeros nos achacaban sobre todo a las mujeres. Además las dos andábamos con crucitas y escapularios y no precisamente como fachada para disminuir el riesgo de ser sospechosas de subversión comunista en el momento de un cateo o durante el registro de rigor en Mariona. El Dios de amor de nuestra formación cristiana nos hacía compañía, solidario y compasivo, sobre todo cuando el miedo y el dolor punzaban en el cuerpo y en el alma más allá de las fuerzas de la moral y contextura revolucionaria que fuimos aprendiendo en el camino.

La guerra fue dura. No tengo noción del momento en que me alejó de vos, pudo haber sido 1983 o quizás 1984. La década de los ochenta fue un ciclón violento en este paisito y cuando vine a darme cuenta, yo estaba limpiando la nieve de la acera de mi casa en Canadá y repartiendo periódicos a las cuatro de la mañana.

Lo jodido ahora, veintitantos años después, es que como nunca me dijiste tu verdadero nombre, no cuento con pistas para buscarte. Cada 24 de marzo, o la fecha que toque conmemorar esa fecha, agudizo la mirada para reconocer algún rasgo tuyo entre las multitudes que con sus farolitos en mano le crecen a la Alameda Roosevelt rumbo a Catedral cantándole a Monseñor Romero. Busco tus ojitos achinados, tu pelo liso, tu estatura pequeña, tu sonrisa de luz. ¿Qué habrá sido de vos y de tus hijos? ¿Seguirás guardando tu casa-caja de cartón debajo de la cama? ¿Habrás regresado a buscar tu piedra de moler?

Morena, dondequiera que estés me urge nombrarte, saborear las tres sílabas que me regalaste para referirme a vos. Aún cuando no sepa tu verdadero nombre, mi corazón te llama y te recuerda. Quiero dejar constancia de que exististe, de que existís; y sabernos victoriosas del odio que salpicó nuestras vidas.